En los últimos días hemos estado escuchando por las noticias que, en medio de las protestas, algunas personas han destruido muchos de los monumentos que adornan nuestras plazas.
¿Qué podemos pensar de esas personas? ¿Y qué tan condenable es ese hecho?
Para responder esas preguntas debemos hacer un poco de historia. La costumbre de hacer monumentos en honor de sus gobernantes y héroes, como casi todas nuestras costumbres, viene de Roma, costumbres que Roma las había aprendido de Grecia.
Empecemos diciendo que Roma siguió la costumbre griega, cambiándola ligeramente porque en Grecia la costumbre de hacer estatuas y monumentos tenía un carácter religioso, como en la casi totalidad de los pueblos antiguos, ya que su religión a diferencia del Cristianismo, el Judaísmo o el Islam, no se basó en un libro sagrado sino en cultos, ritos y mitos y para ello era necesario hacer estatuas. Cuando los romanos los conquistaron militar y políticamente, fueron conquistados culturalmente por éstos y adquirieron la costumbre de hacer estatuas, pero además de utilizarlas para fines religiosos las utilizaron con un fin político, para comunicarle al pueblo la ideología y contarle las hazañas del gobernante, que terminó siendo divinizado y el pueblo debía rendirle culto, uso que obedecía a la incapacidad del pueblo de hablar y entender el latín de las élites.
Pero, como es apenas lógico, había gobernantes que no estaban a la altura de las expectativas del pueblo, entonces se creó la damnatio memoriae que consistía en que la estatua del gobernante era violentamente destruida, informándole así visualmente al pueblo de los cambios en la autoridad política.
Ese uso político marchó más o menos bien hasta cuando el Cristianismo, por ahí en el siglo IV, se constituyó en religión oficial del Imperio, entonces se inventaron los iconos o representación pictórica de Jesús, de la Virgen y de los santos que eran objeto de veneración por parte de los fieles, lo cual terminó por alarmar a los jerarcas de la Iglesia, porque como el Cristianismo era una especie de secta del Judaísmo y había aceptado su Biblia en la cual se ordenaba en el capítulo 20, versículo 4 del libro del Éxodo que: «No te harás estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo en la tierra y en las aguas debajo de la tierra» y como quiera que los iconos eran imágenes, así no fueran estatuas, sino obras pintadas, hubo necesidad de decir algo al respecto.
Ocurre que con Grecia y Roma el pueblo del Imperio se había acostumbrado a las estatuas y ahora aceptaba fácilmente los iconos, pero teólogos y padres de la Iglesia consideraron que los iconos cumplían el mismo fin de las estatuas y los fieles podían caer en la adoración de las imágenes y ordenaron que se destruyeran tales obras. Fue así como durante los siglos VIII y IX se prohibió como idolátricas la representación y veneración de las imágenes de Cristo, de la Virgen o de los santos y se ordenó su destrucción, denominándose iconoclastia a la doctrina proclamada como oficial por los emperadores bizantinos (Imperio Romano de Oriente), pero no así por los emperadores romanos (Imperio Romano de Occidente). Se procedió pues en la Iglesia Bizantina a destruir no sólo los iconos sino todas las estatuas que de alguna manera se consideraban peligrosas para el Cristianismo.
Pero llegó el Renacimiento y cambió la concepción de las estatuas y de las obras pictóricas, que ya no eran sólo objetos religiosos o políticos sino artísticos. Esa fue la razón para que, en épocas modernas, las estatuas y obras pictóricas, tengan ese doble significado.
Y a todas éstas, ¿Qué pasó con la damnatio memoriae de los romanos?
Entonces se generó un gran problema porque, si sólo se considera su fin político, no hay problema para levantarle estatuas a un político y destruirla cuando no cumpla las expectativas populares; pero es que modernamente, como ya dijimos, una estatua o un cuadro no es sólo el homenaje al héroe del momento, sino una obra de arte que además de formar parte del acervo cultural de un país, es objeto de los llamados derechos de autor y como tal debe ser respetado y protegido por el estado.
Para solucionar el dilema planteado, surgieron tres posiciones:
- La de las personas que sólo ven el valor político y como no respetan ni el valor cultural de un pueblo, ni los derechos del autor que hizo dicha obra, simplemente proceden a destruirla.
- La de quienes sin desconocer el valor político ni el artístico de la obra, le hacen una pequeña modificación que no altera su valor artístico, pero sí es una forma inteligente de la damnatio memoriae de los romanos y consiste en crear un «parque de estatuas», llevar allí la obra en cuestión añadiéndole una placa que cumpla las veces de damnatio memoriae, camino que han escogido algunos países.
- Finalmente, tenemos una variante de esa segunda posición, que consiste en ver ante todo el valor artístico y consiste en quitar la obra del sitio público y llevarla a un museo, añadiéndole la placa explicativa.
Se me ocurre una cuarta variante y consiste en que, de ahora en adelante, cuando un país o un grupo social le quieren rendir homenaje a una persona, lo hagan en vida de dicha persona para no tener que enfrentarse a dilema alguno después. Y, de pronto, se pueden adornar los parques con figuras más neutras; digamos figuras que representen ideas como una estatua de la Libertad o de la Justicia o como en Cali, donde existe un parque muy bonito adornado con gatos…