No soy muy amiga de la poesía, pero sí me llama la atención que mi mamá sabe muchas poesías o al menos pedazos de muchas poesías. Eso se debe a que a mediados del siglo XX la poesía formaba parte de la educación de niños y niñas, tanto que en el libro que escribimos mi tío Venancio y yo, «Érase una vez un hombre enamorado», contamos que en 1959 Benny Montini aprendió a leer «de corrido» y en el colegio aprendió de memoria una poesía titulada «Patria» de Miguel Antonio Caro.
Claro que cuando empecé a estudiar en el colegio nos obligaron a aprender el Himno Nacional de Colombia, un poema de once estrofas, escrito por Rafael Núñez y que prácticamente es un recuento de toda la historia de Colombia y una declaración de principios ya que habla del asedio de Cartagena por piratas ingleses, de la campaña libertadora de Simón Bolívar, de la traducción de los llamados «Derechos del hombre y del ciudadano» por Antonio Nariño, del suicidio patriótico de Ricaurte en la hacienda de San Mateo y de las batallas de Junín y Ayacucho para terminar diciendo que la independencia debe estar animada por la justicia para lograr una libertad plena; es por eso que en la entrada al Capitolio en Bogotá aparece una frase de Francisco de Paula Santander que dice: «Las armas os darán la independencia, pero sólo las leyes os darán la libertad».
Entre los poetas que a mediados del siglo XX debían conocer y aprender de memoria los estudiantes de entonces figuraban los colombianos Miguel Antonio Caro, Rafael Núñez, Julio Flórez, José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Jorge Robledo Ortiz e Ismael Enrique Arciniegas; Amado Nervo de México y Gustavo Adolfo Bécquer de España, entre otros muchos, que atiborraban las mentes de dichos estudiantes en clases de Español y Literatura. Es posible que no sea del todo cierto que sean esos los poetas que debían conocer y aprender de memoria los estudiantes de entonces, sino que eran los que a mi mamá y a mis tías más les gustaban y por eso me hablaban de ellos.
Jorge Robledo Ortiz, es un poeta colombiano nacido en Santa Fe de Antioquia en 1916 y muerto en Medellín en 1990, que bebió inspiración en los poetas del grupo denominado «piedra y cielo» ¿Quién no recuerda en el llamado Viejo Caldas su poesía, «Siquiera se murieron los abuelos»? Claro que mi mamá sólo repetía los primeros versos:
Hubo una Antioquia grande y altanera.
Un pueblo de hombres libres.
Una raza que odiaba las cadenas
y en las noches de sílex,
ahorcaba los luceros y las penas
de las cuerdas de un tiple.
A mi tía Marta le gustaba más su «Cuento de mar» que empieza diciendo:
Voy a beberme el mar.
Ya tengo listo mi velero fantasma.
No le he trazado rumbos a mi ausencia,
no he fatigado el mapa
localizando zonas que no bailen
al macabro jazz-band de las borrascas.
Viajaré simplemente,
sin triangular alturas ni distancias,
llevando en el timón a Don Quijote
y a la rosa del Viento en la solapa.
Y mi tía Inés repetía su poema «Vuelve hermano Francisco» pidiéndole al santo:
Buen hermano Francisco: recoge nuevamente tu cayado
y tu sayal de trinos y la doble humildad de tus sandalias.
…
Y regresa a la tierra que ya el odio nos ciega los caminos
y la sórdida arcilla triunfa sobre las timideces de la Gracia.
…
El mundo enloquecido de soberbia, sin fe, sin dignidad, sin ideales,
asesinó su propio corazón. Y ahora busca matar su última esperanza.
Ismael Enrique Arciniegas es un poeta colombiano nacido en Curití (departamento de Santander) en 1865 y muerto en Bogotá en 1938, su obra poética se sitúa entre el Romanticismo y el Modernismo. Quiso ser sacerdote y estuvo en el Seminario, también quiso ser abogado, pero abandonó la carrera y terminó siendo periodista, militar y político conservador. Como tal fue embajador de Colombia en Venezuela, Chile, Ecuador, Francia y Panamá. Entre sus poesías son celebres «Inmortalidad» y «A solas». La primera es prácticamente una profesión de fe de sus ideas religiosas porque empieza diciendo…
A la luz de la tarde moribunda
Recorro el olvidado cementerio,
Y una dulce piedad mi pecho inunda
Al pensar de la muerte en el misterio.
Y termina, con una profesión de fe, ya que manifiesta creer en la vida después de la muerte…
No hay muerte… ¡Todo alienta, todo es vida!
¡Y los muertos queridos no están muertos!
Porque al caer el corazón inerte
un mundo se abre de infinitas galas,
¡Y como eterno galardón, la Muerte
cambia el sudario del sepulcro en alas!
En cambio «A solas» es la poesía del desamor, porque es prácticamente una despedida que empieza diciendo…
¿Quieres que hablemos? Está bien. Empieza.
Habla a mi corazón como otros días…
¡Pero no! ¿Qué dirías?
¿Qué podrías decir a mi tristeza?
Para terminar con una despedida triste y resignada…
Hace tiempo se fue la primavera…
¡Llegó el invierno fúnebre y sombrío!
ve fue nuestro amor, ave viajera,
¡Y las aves se van cuando hace frío!
Julio Flórez Roa nació en Chiquinquirá, departamento de Boyacá el 22 de mayo de 1867 y murió en Usiacurí, departamento del Atlántico el 7 de febrero de 1923 donde contrajo matrimonio con una niña de 14 años, con la cual tuvo cinco hijos. De familia rica, tenía un porte aristocrático, pero era un bohemio, amigo de las cantinas y fue el mejor y más popular representante del Romanticismo en Colombia, pero también se desempeñó como diplomático en Venezuela, México y España. Su poema «Flores Negras» es talvez el más conocido.
Flores Negras
Oye: Bajo las ruinas de mis pasiones,
y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
entre polvo de ensue
yacen entumecidas mis flores negras.
Ellas son el recuerdo de aquellas horas
en que presa en mis brazos te adormecías,
mientras yo suspiraba por las auroras
de tus ojos, auroras que ya no eran mías.
Ellas son mis dolores, capullos hechos;
los intensos dolores que en mis entrañas
sepultan sus raíces, cual los helechos
en las húmedas grietas de las montañas.
Ellas son tus desdenes y tus reproches
ocultos en esta alma que ya no alegras;
son, por eso, tan negras como las noches
de los gélidos polos, mis flores negras.
Guarda, pues, este triste, débil manojo,
que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
guárdalo, nada temas, es un despojo
del jardín de mis hondas melancolías.
José Asunción Silva nació en Bogotá el 27 de noviembre de 1865 y se suicidó en la misma ciudad el 24 de mayo de 1896 poco antes de cumplir los 31 años. Se lo considera el primer representante del Modernismo en Colombia, pero también se desempeñó como diplomático en Francia, Suiza, Inglaterra y Venezuela. Su imagen adorna los billetes colombianos de $5.000. Sus poemas más conocidos son los Nocturnos, entre ellos el número III que empieza diciendo:
Nocturno III
Una noche
una noche toda llena de perfumes, de
murmullos y de música de alas,
una noche en que ardían en la sombra nupcial y
húmeda, las luciérnagas fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida,
toda, muda y pálida
como si un presentimiento de
amarguras infinitas,
hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara,
por la senda que atraviesa la llanura florecida caminabas…
Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla, España en 1836 y murió en Madrid en 1870 con apenas 34 años. Se lo considera un representante del Romanticismo y precursor del Modernismo en España. Su poesía habla del amor, el desengaño, la soledad y el destino final del hombre. Fue periodista en el Madrid de fines del siglo XIX, pero sus obras más conocidas son «Rimas» y «Leyendas», quien no recuerda la leyenda de Maese Pérez el organista y entre las rimas llaman la atención por su brevedad y contenido las 17 y 23 que dicen:
Rima XVII
Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto… La he visto y me ha mirado…
¡Hoy creo en Dios!
Rima XXIII
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… ¡Yo no sé
que te diera por un beso!
Miguel Ángel Osorio Benítez, conocido como Porfirio Barba Jacob nació en Santa Rosa de Osos, departamento de Antioquia el 29 de julio de 1883 y murió en Ciudad de México el 14 de enero de 1942. Se crio con sus abuelos. Fue abiertamente homosexual y un viajero infatigable ya que viajó por Argentina, Guatemala, Honduras, Costa Rica, El Salvador, Cuba, Perú, México y Estados Unidos. Poeta prolífico nos dejó poesías tan hermosas como «La parábola del retorno» o «La canción de la vida profunda», ésta empieza diciendo…
Canción de la vida profunda
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga y abierta como un mar.
Y termina diciendo…
Más hay también ¡Oh Tierra! Un día… un día… un día…
En que levamos anclas para jamás volver…
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!
Amado Nervo, era el seudónimo de Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo, poeta mexicano nacido el 27 de agosto de 1870 y muerto a los 48 años en Montevideo (Uruguay) el 24 de mayo de 1919, tuvo que abandonar sus estudios por la pobreza familiar, ya que su padre falleció cuando él sólo contaba 9 años. Colaboró en varias revistas y escribió cuentos, novelas, poesías y fue diplomático en varios países europeos, en Argentina y Uruguay. Perteneciente al movimiento modernista nos dejó poesías tan hermosas como «En paz», «La amada inmóvil» o «El día que me quieras», que empieza diciendo…
El día que me quieras
El día que me quieras tendrá más luz que junio;
la noche que me quieras será de plenilunio,
con notas de Beethoven vibrando en cada rayo sus inefables cosas,
y habrá juntas más rosas que en todo el mes de mayo.
Y termina diciendo…
El día que me quieras, para nosotros dos
cabrá en un solo beso la beatitud de Dios.
Recordemos a Dora Castellanos, Laura Victoria, María Mercedes Carranza, Meira Delmar y tantas mujeres colombianas dedicadas a la poesía, o a Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Delmira Agustini o Juana de Ibarborou o cualquiera de las latinoamericanas que han enriquecido nuestro idioma español.
Todos los que hemos pasado por el parque Sucre de Armenia (Quindío) nos hemos sentido inspirados leyendo la poesía de Carmelina Soto Valencia que aparece escrita en un monumento que adorna el parque y que dice…
Mi Ciudad
He vuelto para besar en cada esquina de tus calles
Un recuerdo patinado de íntimas nostalgias. (C.S.V)
Y nació mi ciudad en sol bañada,
los pies en tierra aurífera y oscura
y una perenne vocación de altura
en la límpida frente iluminada
Ciudad de mi regazo y de mi almohada
de mi techo y mi brizna de dulzura.
Al andar por tus calles con premura,
mi infancia en ella se quedó enredada.
Distingo tu calor de seda y nido.
tu blando pan dorado y compartido
y tus campanas de sonido puro
Siento en tu corazón a sangre plena
el cósmico vibrar de la colmena
de tus entrañas de café maduro