Un viaje sin regreso

«Partir, es morir un poco…»

         Edmond D’Haracourt

   

Hoy es 9 de diciembre del año 2004. Esta mañana tomé, en Esmeraldas, un avión de Avianca que me trajo a Bogotá y ahora estoy en una sala del aeropuerto El Dorado esperando el vuelo 009 que me llevará hasta Miami. Es el mismo viaje de otros años pero hoy es diferente. En mi pasaporte aparece una visa que me convierte en residente de Estados Unidos y por eso me voy de Colombia para siempre.

    Mientras espero la llamada para abordar el vuelo recuerdo las palabras del poeta francés Edmond D’Haracourt, y también el modo como terminó la frase un poeta colombiano, cuyo nombre no recuerdo, «…pero al dolor de morir se agrega otro dolor, el de quedar con vida». . Y se me ocurre pensar en la seguridad del transporte aéreo y recuerdo que a comienzos de este año murieron en el Mar Rojo los 148 pasajeros de un vuelo y 35 más en otro accidente en los Emiratos Árabes pero, aún así, parece que los aviones son el medio de transporte más seguo. Y para dejar de pensar en desastres aéreos, me dedico a observar a los demás viajeros y a dejar volar mi imaginación.

    Acabo de cumplir sesenta años. Sesenta años son muchos años, pero la verdad es que casi no los sentí pasar por mi cuerpo, aunque sí por mi vida y mis afectos. Recuerdo a mis abuelos maternos a quienes amé; a mi papá que se nos fue sin siquiera un adiós; a Gloria, una compañerita, que se nos murió en un accidente de tránsito cuando apenas empezábamos el bachillerato; y, todos esos hombres, cuyos nombres apenas recuerdo, pero que me cobraron muy caro los minutos de amor que me regalaron y que de paso me destrozaron el corazón.

    Siempre me gustó observar a la gente, en silencio, casi subrepticiamente. Desde el colegio aprendí a mirar lo que hacía la gente, a buscar el «por qué» de las actuaciones humanas para poder hacer mi trabajo porque … soy bruja, o al menos eso es lo que dicen en mi familia.

    ¿Será verdad que soy bruja?

    No creo, claro que «adivino» la suerte apoyándome en la Astrología y leyendo naipes y hago hechizos y hasta «baños» para la buena suerte. Pero todo eso me parece una tontería, lo hago porque me pagan y porque hay personas que creen en esas cosas. Y lo más gracioso es que funcionan, tal como funcionan la Religión en la vida de muchas personas o los placebos en Medicina.

    Pero de ahora en adelante las cosas van a cambiar. Atrás quedó mi trabajo, me voy y no pienso volver a Colombia o, a lo mejor sí, de vez en cuando, a saludar a mis amigos que cada vez serán menos andando por las calles y más durmiendo para siempre en el cementerio de cualquier ciudad. Lo he pensado largamente y me voy, pero no como se van la mayoría de los colombianos, dejando pedazos de corazón para trabajar como esclavos durante cinco, diez o veinte años para luego regresar con algún dinero y mil sueños por realizar, para entender al cabo de seis meses o un año que el país que dejaron, el país de sus sueños, sólo existe en su imaginación y terminan por no ser «ni de aquí, ni de allá, se sentirán forasteros en todas partes, y eso es peor que estar muertos», como dice García Márquez en «El general en su laberinto».

    Me voy ya que mis afectos primarios, mis hijas, están en Estados Unidos y mis otros afectos van en cajas y maletas, un montón de libros que siempre quise leer, pero que nunca logré sacar el tiempo para hacerlo porque el trabajo era primero. Quiero entender y querer el país que me está acogiendo, aprender Inglés y, tal vez, trabajar algún día, aunque no sé que puede hacer una «bruja» en Estados Unidos.

    No fue fácil tomar esta decisión. Empecé mirando lo desfavorable, pensando que para irme tenía que olvidar el calvario que muchos colombianos han tenido que vivir cuando salen de su tierra en busca del «sueño americano», cerrar mis oídos a la musicalidad del español, aprender a querer las calles y avenidas que se hicieron, no para la gente sino para los carros, y maravillarme ante los cielos sin nubes, plenos de sol que no calienta, las mañanas oscuras y las noches largas del invierno.

    Y terminé encontrando razones favorables para irme: no tengo que olvidar pedazos de la historia de Colombia, sólo mirarla de una manera, tal vez más adulta, porque algunos períodos sombríos de esa historia son consecuencia de los gobernantes corruptos que nosotros mismos elegimos, y de eso no es culpable ningún país extranjero porque como dijo Winston Churchill «cada pueblo tiene el gobierno que se merece». No tengo que cerrar mis ojos al maltrato de mis compatriotas en Estados Unidos, tengo que ser consciente que algunos de mis hermanos colombianos van a Estados Unidos a delinquir. No es gratuito que cuando algún gobierno empezó a «apretarle las clavijas» a los narcotraficantes y a los delincuentes de todas las calañas, ellos, al amparo de su dinero, buscaron un país grande, donde la forma de gobierno se podía prestar más fácil a la impunidad porque en lugar de un sólo país, tenían «cincuenta» para ir y venir. Tampoco tengo que cerrar mis oídos a la musicalidad del español, nadie me impide hablar mi lengua materna con mis amigos y familiares y aprendiendo el Inglés tengo la posibilidad de leer, en su propio idioma, a los doce o trece estadounidenses que han sido galardonados con el premio Nobel de Literatura y, si decido trabajar, tendré el doble de posibilidades de encontrar trabajo.

    Y qué tal, si además de aprender a querer las calles y avenidas que se hicieron, no para la gente sino para los carros, las disfruto. Nunca fui especialmente sociable, así que no me hacen falta calles llenas de gente como en cualquier ciudad colombiana, voy a tener hermosas calles y avenidas para mí sola. Y después del calor y el bochorno de Santiago al mediodía, qué bueno disfrutar de un día pleno de sol que no calienta, mientras me envuelvo en una ruana y me tomo un cafecito cubano, y qué tal una mañana oscura para levantarme tarde, ¡alguna vez en la vida!, y rematar una noche larga de invierno al calor de un «canelazo».

    Finalmente veo que las personas a mi alrededor se ponen en pie y caminan hacia la puerta de embarque, así que sin entender nada de lo que una voz femenina dice por el altavoz, camino arrastrando un maletín de mano en el cual llevo papeles importantes y algunas joyas para mis hijas. Ya en el avión y como no estoy interesada en película alguna, tendré casi cuatro horas para recordar todo lo que dejé atrás.

    Quiero a mi país y espero que ese amor sí sea para siempre, no pasajero como mis otros amores. ¿Se tratará de inconstancia, o será más bien que el patriotismo como todos los amores es también efímero? Y, ¿qué es el patriotismo? Es cumplir las leyes y hacer día a día y lo mejor posible un trabajo, el trabajo que escogí y por el cual me pagaron y pude sobrevivir y educar a mis hijas. O es sentir que el corazón se acelera a los acordes del himno nacional, o al ver ondear la bandera tricolor el 20 de julio o el 7 de agosto o en cualquier otra fiesta patria. O es revivir con nostalgia otra vez lo ya vivido.

    No importa la definición que un diccionario le dé a la palabra «patriotismo», quiero cerrar los ojos y recordar el pueblo donde nací y crecí y me enamoré, mi colegio, mi familia y mis amigos. Tengo casi cuatro horas para recordar y revivir.

    Finalmente llegamos a Miami. Paso por Inmigración, recojo mis maletas, me encuentro con mis hijas y después de la euforia del reencuentro, inicio mi vida en Estados Unidos.

    Hoy, después de más de diez años, encuentro que organizarse en un país extranjero no es fácil, es costoso y toma tiempo. Las cosas que casi sin esfuerzo y sin pensarlo mucho hacía en Colombia todos los días, o todas las semanas, o todos los meses, aquí resultan muy complicadas porque no es cierto que en los comercios o en las oficinas públicas se encuentren funcionarios bilingües, así que cada vez que quiero hacer algo, tengo que contar con una de mis hijas para que me sirva de intérprete. Lo mismo ocurre si necesito ir al médico. Y aprender Inglés tampoco es fácil, sobre todo porque ¡qué le vamos a hacer … soy perezosa! Y, como no necesito trabajar para poder vivir, pués no tengo la presión de la necesidad imperiosa para mi futuro.

    Total que casi sin pensarlo y sin quererlo, seguí el itinerario de tanta gente de mi pueblo que antes que yo, había emigrado a los Estados Unidos: intenté aprender Inglés, intenté trabajar, intenté asimilar la cultura estadounidense y terminé por no ser ni de aquí ni de allá. Un par de veces intenté regresar a Colombia y, como dicen en el pueblo, «ya no pegué». Hoy vivo entre dos países y trato de disfrutar lo bueno de los dos, y soy feliz porque mis hijas jamás pasaron necesidades y hoy, con orgullo, puedo decir que son mujeres de bien.

    ¿Y del futuro qué? Nada. Quiero descansar, leer mucho, sobre todo Filosofía, Historia y una que otra novela. Qué tal empezar con «La Ética para Amador» de Fernando Savater, y tal vez conocer otros países y esperar la muerte saboreando una tacita de café o una copa de vino.